En la novela de Cormac McCarthy (1933) “La carretera”, publicada en 2006, asistimos un mundo apocalíptico del que no conocemos mucho. Llueve ceniza, las ciudades están abandonadas, no hay rastro de vida en lo que queda de camino para un padre y su hijo. Ellos recorren a pie una carretera en dirección al sur de los Estados Unidos, con un carrito de compras en el que guardan sus pertenencias y lo que van encontrando (comida, abrigo, herramientas). La historia no es precisamente sobre ese mundo destruido, afligido por una aparente catástrofe ambiental o cualquier otro evento cósmico que puso fin al entorno natural, sino más bien sobre los personajes que el autor atinadamente elige para su relato. Una familia, el vínculo entre padre e hijo como alegoría del fuego de la civilización que avanza y no debe apagarse.

Una de las fortalezas de la novela reside en la detallada descripción del paisaje: chamuscado, en escombros, con un horizonte oscuro y desprovisto de esperanza, y es que disfrutas de la delicada paciencia con la que McCarthy teje esos párrafos cortos y presenta los conjuntos de escenas. Para mí hizo de la lectura algo más ameno. Asimismo, esa descripción minuciosa y desgarradora permite atisbar cada rincón del mundo tal cual es, pero también desarrolla una interesante cualidad sensorial que no muchos autores logran con prolijidad: “La negrura en la que despertaba aquellas noches era ciega e impenetrable. Una negrura como para que dolieran los oídos de escuchar. (…) Solo el sonido del viento entre los árboles pelados y ennegrecidos”. (2006: 17). Es como si compartiera con el lector no solo la imagen, sino también el sonido, frío y vacío, de la muerte del lugar y, por lo tanto, experimentamos lo vívido del viaje de los protagonistas.
A pesar de la composición precisa del relato, McCarthy no explica el motivo del desastre. Está bien que no lo haga, no es necesario. Es algo que ya está, algo que ya ocurrió. La novela se enfoca en la supervivencia, en la idea de un futuro mejor al menos para el padre y su hijo mientras intentan alcanzar la costa. El paraje inhóspito y la muerte de la civilización ha quebrado los valores morales de la humanidad. Ahora lo que cuenta es resistir de cualquier modo, sin importar lo que debas hacer. El “fuego de la civilización” del padre y el hijo es el arma con la que contarán para enfrentarse a los desafíos de la barbarie. El hambre, el frío, se han convertido en el catalizador de todo esfuerzo por mantenerse con vida. Y si debes comer humanos, que así sea.
Sin embargo, la verdadera fortaleza del relato reside en los diálogos sin guión, sin indicadores para saber quién habla, y que a través de frases cortas revelan profundos dilemas sobre la vida y la muerte, lo que pudo ser y lo que es, y recordatorios ligados con la potencia del fuego en un paraje que ya no es enteramente humano. Sin religiones, sin creencias, sin preceptos morales, sin orden político, es una jungla de caos silencioso.
A lo mejor a muchos no les parecerá una novela cómoda, ya sea por el estilo del autor, la falta de puntos, comas, o la descripción fotográfica. No obstante, lo que resalto aquí son las metáforas, no el apocalipsis (tantas veces usado), tampoco el inicio de éste, sino el mirar adelante, seguir, y recordar que el mundo ya no será el territorio quizás bondadoso del pasado. Todos deben subsistir. El costo no incluye reglas de conducta, cualquier atisbo de armonía. El fuego es el balance, y con el tipo de relato que ofrece McCarthy, lo que encaramos es el principio de un fin que no se detendrá salvo que lo permitamos.
Una palabra: resiliencia.
Lee «La carretera» de Cormac McCarthy aquí.