En los últimos meses, hemos visto que el debate sobre el racismo y las desigualdades sociales a nivel global ha estado muy presente. Por ejemplo, se ha puesto en evidencia que la pandemia global por el COVID-19 afecta de manera desigual a personas en condición de pobreza, minorías raciales y étnicas (afrodescendientes, pueblos indígenas) o de origen inmigrante, tales como las comunidades hispanas en los EE. UU., o venezolanas en Latinoamérica. El acceso limitado a servicios de salud, agua y saneamiento de calidad, empleo decente, entre otros aspectos, resultan determinantes para aumentar la tasa de contagio. Esta situación se ve exacerbada cuando el racismo estructural logra que se impongan lógicas para prevalecer los derechos de determinados ciudadanos por sobre otros, por su color de piel, identidad u origen diferentes.
¿Qué pasa si el acceso al derecho de un ambiente saludable se ve limitado, a veces de manera implícita, por las mismas lógicas? El término racismo ambiental explica cómo las estructuras sistémicas dominantes imponen cargas y peligros ambientales desproporcionados, así como sus impactos, a las personas por motivos de raza o etnia, cuyo origen proviene de diversos estudios que analizaron las correlaciones entre la ubicación de las instalaciones de desechos con características demográficas (edad, raza, condición socioeconómica). Recientemente, la organización estadounidense Sierra Club presentó un estudio de la Agencia Federal de Protección Ambiental (EPA) que identificó que las fuentes de material particulado que contaminan el aire “impactan desproporcionadamente a comunidades de bajos ingresos y minoritarias”, siendo 35% más grave para personas de bajos ingresos y 28% más para las «personas no blancas».
En nuestro contexto latinoamericano y peruano, no resulta difícil encontrar situaciones que expresan racismo ambiental. Tenemos el caso de los pueblos indígenas y originarios, que se encuentran más expuestos a riesgos de contaminación por proyectos extractivos (petróleo, minería), mala calidad de aire, incendios, entre otros. Otro ejemplo, en el que se cruzan pobreza, desigualdades y crisis ambiental, es la Oroya, que provee de importantes recursos al país a cambio de graves niveles de contaminación del agua y el aire, afectando a su población rural. Generalmente, estas situaciones límite de racismo ambiental culminan en conflictos socio-ambientales, presentados mediáticamente bajo la dualidad “desarrollo versus retraso”, el dilema del perro del hortelano, como solo una muestra de la discriminación latente en nuestra sociedad.
En el contexto de la pandemia, hemos visto dos realidades diametralmente opuestas: ciudadanos limeños que hablan de su reencuentro con la naturaleza, con un entorno libre de contaminación del aire, agua más limpia y, por otro lado, actividades extractivas sin control (ya que los supervisores estaban en cuarentena), que permanecían activas “por el bien de la economía nacional”, logrando mantener la situación de riesgo ambiental y sanitario de las poblaciones indígenas y rurales amazónicas y andinas, colocándolas en mayor vulnerabilidad frente al coronavirus, producto de la prevalencia de enfermedades respiratorias. ¿Estamos hablando de bien común a cambio de vidas? Lo más grave sucedió cuando el virus llegó, y el Estado y las empresas que hacen uso de los recursos naturales en territorio indígena no fueron capaces de atender las necesidades con el mismo sentido de urgencia que en las ciudades.
Si bien hablamos que el cambio climático afecta -y afectará- a todos, lo cierto es que no nos afectará del mismo modo. Las poblaciones vulnerables estarán más expuestas “a la contaminación del aire y el agua, así como a la muerte por desastres naturales relacionados con el clima, como olas de calor y huracanes”. A consecuencia de esto, nos encontraremos próximamente con refugiados climáticos. Es decir, nos encontraremos con poblaciones que se ven forzadas a retirarse de sus espacios de vida -islas que desaparecerán, territorios ancestrales- porque no podrán encontrar en éstos lo poco que les permita subsistir: alimento, agua, vivienda o modos de vida. Según Teófilo Altamirano, los refugiados climáticos (entre desplazados internos y migrantes internacionales) llegarán a ser 150 millones de personas al año 2050, cifras superiores a los refugiados por conflictos étnicos o religiosos.
Deberíamos hacer el esfuerzo de profundizar el análisis sobre la relación entre vulnerabilidad ambiental y climática con factores demográficos, tales como edad, género, condición socioeconómica o raza, en el Perú. Estoy seguro que hallaríamos muchas sorpresas, pero también situaciones que ya conocemos y preferimos ignorar. Tenemos la obligación de mirar esta relación con particular atención en los próximos meses y años, ya que la reactivación económica podría aumentar las brechas sociales y ambientales existentes. Me quedo con la idea de Robert Bullard, el llamado padre de la justicia climática, que la define como «el principio de que todas las personas tienen derecho a la misma protección ambiental, independientemente de su raza, color o nacionalidad u origen. Es el derecho a vivir, trabajar y jugar en un ambiente limpio». Es la mirada integral que necesitamos: no hay justicia climática sin justicia social.
La desigualdad ambiental está presente desde el inicio de la revolución industrial.
Lamentablemente siempre predomina el bien personal ante el bien común, qué cuenta con un gran aliado: la CORRUPCIÓN.
Falta fortalecer la institucionalidad Ambiental.
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